2 de octubre
Hoy he pensado en ellas.
Las que me enredaban.
Las que me hacían sentir mal.
Con ellas no hubiera podido caminar.
Ser diferente te coloca enfrente a los comunes, los que se sienten parte, los que aceptan.
Igual piensan en mí.
Igual me ven con coraje.
Igual me creen peligro y por eso se me merendaban, cuando no sabía que gracias a sus rechazos me crecían alas.
He mirado en duermevela esos oscuros pasadizos de mi alma.
La niña que desde aquella fotografía me mira no sabía, pero yo vengo a ella, a anunciarle que llegué y sigo, que mis verdugos no pudieron tocarme, que quise ser amada y apreciada, y no a cualquier precio.
A esa niña le digo que fue tortuoso el viaje, pero de todo se sale.
Muchos quiebros por no seguir la senda marcada.
Daré gracias a este carácter que de insatisfacción se paga.
He recordado otra época. Cuando destruí fotografías porque mi dolor me enrabiaba.
No soportaba mirarme en el espejo emocional que me retornaban.
Cargué sobre ellas el golpe que a mí me daba.
Lloraba. Rasgaba. Lloraba.
No me consolaba.
No liberaba el impulso que me atravesaba.
Nunca hubiera podido habitarme en lo que se premiaba.
Juro que lo intentaba.
Me salieron raíces en el aire, las del suelo se desenganchaban.
Y si lo que heredaron fue el miedo, y ese miedo les puso en contra mía, porque yo me atrevía.
Mi atrevimiento no fue valentía. Necesidad obligaba. Aprendía sin saber que debía cuestionarme todas esas reglas arbitrarias que me señalaban como clase y mujer.
Me avergonzaba de ser. Hacían que mirara mi piel y la rechazara. Decían que olía mal. Me despreciaban. Me envidiaban. Mi autoestima no se resquebraja. No les daba pie a reírse en mi cara.
Me aparté.
La primera dentellada de estar fuera cuando mi deseo era socializar, pero no a ese precio.
Ante sus ojos tenía una madre severa y un padre que a veces perdía el control y nos pegaba.
Castigos, riñas y golpes no cambiaron mi actitud.
Mamá se puso en medio muchas veces. No sé bien qué hice yo para encender ese fuego.
Me embebía leyendo. Me distraía. Me entretenía.
Quería tener para no parecer distinta.
Cogía monedas de la cartera de reparto. Las de dos cincuenta tenían magnetismo.
También le cogí a mi abuela cuando venía a pasar unos días en casa y dormía conmigo.
Iba a un colegio que para mis padres fue premio y para mí el peor de los lugares al que acudir.
Regentado por monjas. Clasismo y racismo. Infravalorada fui.
Creyeron que no debían dedicar atención a alguien como yo.
Debió ser un reparto al cerrarse el centro donde había empezado con cuatro años.
Tenía cinco. Sabía leer, pero señalaban mi piel morena quemada por el sol, por estar expuesta a él. Decía que mi letra era mala. Parece que no caligrafiaba según sus modelos.
Vendían los materiales para escribir. No quería parecer pobre. Parte de mi latrocinio iba a sus arcas.
Hubiera querido tebeos y cromos, pero no podría haber ocultado esos tesoros.
Al entrar y salir del colegio, que estaba cerca de casa, al que iba andando, un quiosco con todas esas alhajas.
Aquellas niñas bien tenían lo que yo quería, pero nunca me atreví a tomar lo que no era mío.
Alguna amiga me llevó a su casa. Pocas veces volví.
Sentí en mi tierna piel la marca de no pertenecer.
Era equivocada. Con el tiempo he sabido que si nuestra vida era así, la razón era otra.
Mi padre, primogénito de su madre, muerta a los cuarenta por una infección hubiera sido el dueño de todo. Su padre usufructuario necesitó su aprobación para vender.
Pero a mi padre la tierra no le atraía. Campos y viña. Olivos y almendros. Él quiso ser vaquero. Emprendió en ese terreno y mi madre con él.
Era niña y me recorría las calles, con mi padre y mi hermano, para repartir. Me avergonzaba de esa y otras actividades, aunque me sentí útil y necesaria. Cada uno en la medida de sus posibilidades.
No hay comentarios:
Publicar un comentario