martes, 13 de marzo de 2012

Nada es casual

Hoy/ayer ne corté las uñas, de los pies y de las manos.
Un acto tan insignificante y cuanto alcance.
El 1 de febrero, a los pies de tu último lecho, había cortado las de las manos, para evitar dañarte. ¡Madre!
Cada vez que haga lo mismo, vendrá la impronta congelada en mi memoria.
Una cortina amarillo pastel que me dijeron dejara descorrida porque querían observar a tu vecina, supuestamente en las últimas.
¡Qué ironía!
En esas estabas tú, y ninguno de nosotros lo queríamos tener en presente.
Siempre demasiado pronto para tu adiós.
Cuando papá marchó, tras pasar la tarde contigo, me asomé para verle partir.
Tú me llamaste.
-¡Anamari, vamos a casa!
Tu gesto no lo acompañó tu cuerpo.
Repetías.
-Tu padre y yo nos hemos querido mucho, mucho. Mucho, mucho,...
Te escuché.
-¡Tienes razón en lo que dices!
Daría cualquier cosa por saber qué era, de lo mucho que dije esos días a tu lado, en conversaciones con compañeras y compañeros de espera, para guardarlo como como oro en paño.
Reí nerviosa, y comenté que te parecías a los borrachos, cuando se repiten en algo.
¡Cómo me gustaría que lo que me fuiste desgranando en ese momento, hubiera quedado gravado en mi memoria!
¡Lo perdí!
La memoria es fugaz.
No pensé que serían tus últimas palabras.
A la mañana siguiente te encontré dormida.
¡Mi bella durmiente!
¡Mi tesoro!
¡Madre!

Clavaste tus uñas y no quedó rastro.

Dijo la enfermera que estabas reactiva.

Enredé en tu cara con caricias y risas.
Sorprendida por cómo te defendías de mí, y no queriendo asustarte, te hice caricias y mimos.

Te dejamos tranquila un rato.
Le sugería a la enfermera que esperara.

Cuando regreso, queriendo ver las constantes de ventilación y pulsaciones, te cogimos por sorpresa.

Retuve esa mano con firmeza bajo las sábanas, y abrí los dedos de la otra para que ella pudiera ver el ritmo.

Debió avisarme que ese sería el último hálito de ti.

A las horas, te habías ido.

Pasé mi rostro sobre tu suave piel.

Tu cutis envidia de quienes te vieron en el Tanatorio.

Nunca usaste cremas ni mejunjes.

Tenías una piel de bebé.

Quise seguir paseando por tu cuerpo, pero tropecé con ese maldito saco. En tu caso blanco. Habían subido la cremallera.
Te habían dejado bajo las sábanas para que nos parecieras dormida.
Espejismo.

Tu traje en desuso se estaba enfriando.

Tome una fotografía.

Te he hecho tantas.

Eso me queda.
Eso y mi memoria.

Querías que me fuera contigo, pero te arrepentiste y decidiste callar y marcharte sola.
Aunque dijiste que todo es mentira, y que te estaban envenenando, posiblemente, decidiste que no era mi hora.

Decían que enloquecías por trastorno hospitalario.
Nunca estuviste tan cuerda.
Las medicinas, cuando no permiten seguir son veneno que te aniquilan.

He llegado a pensar que no las quiero para mi final.
Que me dejen ir tal como la naturaleza lo lleve.

No supe atenderte es ello, pero saque la lección para lo que me ha de venir.

Nada es casual.

En mi retorno a mi ciudad de adopción, en la espera de mi hora de salida, un libro vino a mis manos.

Allí estaba el mensaje.

No vale la pena vivir, si no es para sentir y compartir.

Te quiero mamá.

Estos insomnios son necesarios para que mi reconstrucción.

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